Cuando quería salir y cruzarme con veinte gatos por la calle, decías sí, vamos a ir. Y te creía, divagaba sobre el color, la raza, el pudor que pudiesen llegar a tener, también sobre si huirían, o, por el contrario, me escrutarían con sus ojos hipnotizantes. Los veía desde la ventana, eran preciosos. Me decías que sí, una y otra vez, volvía a soñar. Pasaban los minutos y yo insistía, te estiraba del brazo, sosteniendo un "¡vamos!", pero nada sucedía. Transcurrían las horas, y permanecías en la misma posición diciendo que ibamos a ir, un sí. Te seguía creyendo aun, mientras desistía de jalarte la mano. Me sentaba y ponía de brazos cruzados, me levantaba e iba a la ventana, viendo como atardecía y ellos desaparecían otra vez -quizá siguiesen estando ahí-. Y justo, en aquel lapso, abruptamente se levantaba, colocaba todas las vestimentas pertinentes y se dirigía hacia mí -¡por fin!-. Ahora, tragaba saliva, le costaba hablar, después de tanto silencio atendía superfluamente a mi rostro -nunca mirando a los ojos-, y soltaba, con su brevedad y seguridad de siempre: Vamos a cenar.
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