Pum. Puuuuuuum. PUM. Se oía el golpe de un martillazo limpio sobre la pared. Hoy era el cumpleaños de mi madre y le había pedido cincuenta euros para hacerle un regalo. Me dio el dinero y ese mismo día las dos fuimos a escoger el regalo idóneo. Mi madre entraba a cada tienda que veía y se solía pegar media hora como mínimo en cada una. Miraba todos los objetos expuestos, la ropa, los collares, todas esas cosas que tanto adoran las madres, con los ojos relamidos y unas enormes ojeras, y se decidía a seleccionar uno de ellos cuando lo escogía previamente otra persona. Entonces, la persona que cogía ese suéter celeste tan llamativo era la que decidía el regalo de mi madre, no era yo, ni era ella. Mi madre se dirigía a la chica que estaba mirando el suéter celeste y le decía que le gustaba y que dónde encontraría más. La chica amablemente le respondía y señalaba una dirección, a la que con afán iba mi madre. Veía el suéter, le encantaba, qué buen gusto había tenido aquella chica, qué bien quedará, entonces cogía ese, y otros del mismo modelo y diferente color y se los llevaba al probador. Uno por uno se probaba, yo le cargaba los suéteres que no iba a ponerse sobre mis brazos, apoyada en la pared o sentada. Cada vez que se probaba uno su pensamiento se escindía en dos vertientes, la del sí y la del no, le gustaba cómo le quedaba, ahora el color no era el apropiado, se probó otro verde, no, desde luego que no, uno rojo, le encantaba. Aunque yo se lo veía y no me convencía, creo que le hacía demasiada barriga, no se lo dije por no quitarle la ilusión, pero ella misma ya empezaba a notarla, aunque no veía gran obstáculo en eso. Supongo que no lo era. Se decidió por el rojo. Miró la etiqueta y vio el precio, empezó de nuevo a oscilar el no por su cabeza. Por dios. Qué caro. Buscaré otra cosa que sea más barata, si al fin y al cabo no era tan bonito el suéter. Repasa las prendas de ropa de la tienda otra vez, ve de nuevo a una mujer cogiendo un vestido colorido, mi madre le dice que dónde estaba y que era precioso. Se lo prueba, le queda jodidamente bien, le encanta, mira la etiqueta. No. Le dije que yo se lo pagaba, que por un día no pasaba nada, pero renegó una vez más. Demasiado caro. Al final, nos fuimos de la tienda y pasamos por otra de bisutería. Le gustaba casi todo, y le dejaba de gustar en cuestión de segundos. Nada le llamó la atención. Aunque se probó dos collares, cinco anillos y más de tres pares de pendientes. Nos tuvimos que ir porque casi nos echaban de cada tienda a la que íbamos, mi madre preguntaba a cada dependienta, además de a las clientas, que de dónde había salido esto y aquello sin realmente comprar nada. Entendía que se hartasen, yo le insistía en que no fuese tan pesada, que la gente necesitaba estar más a su aire y que las dependientas tenían que hacer veinte mil cosas. No me hacía caso, creo que cuanto más le decía, más procuraba borrar mis palabras.
Se hicieron las nueve de la noche, y estábamos exhaustas, ella no se había comprado nada, decía que cuando fueran las rebajas ya se compraría algo, ya. Siempre la creía, sabiendo perfectamente que en rebajas no le gustaría absolutamente nada, que todas las prendas tenían desperfectos, que no habían tallas, pero ella parecía que confiaba a ciegas en que encontraría algo perfecto y barato. Bueno, qué remedio. Llegamos a casa, hoy era su cumpleaños, había que celebrarlo, darle un regalo... Se recostó sobre la cama y se puso a hablarme de lo bonito que era el suéter celeste, que le había gustado mucho y que mañana se lo compraría, definitivamente. Ya, madre ya. Mañana vamos. Descansa. Y le di dos besos en la espalda y un abrazo. Feliz cumpleaños.
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