En el impenetrable minuto de hastío se sitúa ante la multitud, con la espalda completamente erguida, ciento ochenta grados. Sube uno a uno los peldaños, con la mirada situada en el mismo punto fijo. Y procura no recordar las palabras que debía de haber dicho ni las que dijo, procura no temblar ante los ojos que lo ven como punto fijo. Empero, ante el último de todos, abismal, dirige sus pupilas hacia atrás sabiendo que no debía haberse retractado, que no tenía que acudir a la reiteración. Pero no pudo evitarla.
¡Estaba ahí! Maldita sea, era imposible, imposible. Acabó con las huellas que podrían haberle delatado, fue consciente de ello, información compartida con aquel hombre que se encargaría de difuminar las marcas ya borradas por él mismo. Oh, no sabía que... que fuera capaz de... engañarle así, en el momento más inoportuno. Y qué haría, qué debía hacer. ¿Correr?, ¿tropezarse?, ¿continuar el camino para dirigirse hacia su público? Su cabeza daba tantas vueltas. Está bien, lo que tenía que hacer, su deber, era estar ahí. Decir tres o cuatros cosas sin demasiado sentido, bien maquilladas y convincentes, siendo consciente de que aquellas pupilas lo escrutarían desde la distancia, sabiendo que en cualquier instante ese sería el último reflejo que vislumbraría.. Aquella luz: distante, profunda e inconexa consigo.
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