"En las semanas que siguieron, arrasadas por la abnegación irresistible de  Gekrepten y el aprendizaje del difícil arte de vender cortes de casimir de  puerta en puerta, le sobraron vasos de cerveza y etapas en los bancos de las  plazas para disecar episodios. Las indagaciones en el Cerro habían tenido el  aire exterior de un descargo de conciencia: encontrar, tratar de explicarse,  decir adiós para siempre. Esa tendencia del hombre a terminar limpiamente lo que  hace, sin dejar hilachas colgando. Ahora se daba cuenta (una sombra saliendo  detrás de un ventilador, una mujer con un gato) que no había ido por eso al  Cerro. La psicología analítica lo irritaba, pero era cierto: no había ido por  eso al Cerro. De golpe era un pozo cayendo infinitamente en sí mismo.  Irónicamente se apostrofaba en plena plaza del Congreso: «¿Y a esto le llamabas  búsqueda? ¿Te creías libre? ¿Cómo era aquello de Heráclito? A ver, repetí los  grados de la liberación, para que me ría un poco. Pero si estás en el fondo del  embudo, hermano.» Le hubiera gustado saberse irreparablemente envilecido por su  descubrimiento, pero lo inquietaba una vaga satisfacción a la altura del  estómago, esa respuesta felina de contentamiento que da el cuerpo cuando se ríe  de las hinquietudes del hespíritu Y se acurruca cómodamente entre sus costillas,  su barriga y la planta de sus pies. Lo malo era que en el fondo él estaba  bastante contento de sentirse así, de no haber vuelto, de estar siempre de ida  aunque no supiera adónde. Por encima de ese contento lo quemaba como una  desesperación del entendimiento a secas, un reclamo de algo que hubiera querido  encarnarse y que ese contento vegetativo rechazaba pachorriento, mantenía a  distancia. Por momentos Oliveira asistía como espectador a esa discordia, sin  querer tomar partido, socarronamente imparcial. Así vinieron el circo, las  mateadas en el patio de don Crespo, los tangos de Traveler, en todos esos  espejos Oliveira se miraba de reojo. Hasta escribió notas sueltas en un cuaderno  que Gekrepten guardaba amorosamente en el cajón de la cómoda sin atreverse a  leer. Despacio se fue dando cuenta de que la visita al Cerro había estado bien,  precisamente porque se había fundado en otras razones que las supuestas. Saberse  enamorado de la Maga no era un fracaso ni una fijación en un orden caduco; un  amor que podía prescindir de su objeto, que en la nada encontraba su alimento,  se sumaba quizá a otras fuerzas, las articulaba y las fundía en un impulso que  destruiría alguna vez ese contento visceral del cuerpo hinchado de cerveza y  papas fritas. Todas esas palabras que usaba para llenar el cuaderno entre  grandes manotazos al aire y silbidos chirriantes, lo hacían reír una barbaridad.  Traveler acababa asomándose a la ventana para pedirle que se callara un poco.  Pero otras veces Oliveira encontraba cierta paz en las ocupaciones manuales,  como enderezar clavos o deshacer un hilo sisal para construir con sus fibras un  delicado laberinto que pegaba contra la pantalla de la lámpara y que Gekrepten  calificaba de elegante. Tal vez el amor fuera el enriquecimiento más alto, un  dador de ser; pero sólo malográndolo se podía evitar su efecto bumerang, dejarlo  correr al olvido y sostenerse, otra vez solo, en ese nuevo peldaño de realidad  abierta y porosa. Matar el objeto amado, esa vieja sospecha del hombre, era el  precio de no detenerse en la escala, así como la súplica de Fausto al instante  que pasaba no podía tener sentido si a la vez no se lo abandonaba como se posa  en la mesa la copa vacía. Y cosas por el estilo, y mate amargo. "
[Fragmento de Capítulo 48 de Rayuela - Julio Cortázar]
 
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