"-¿Qué es lo que le falta?
-Todo. No puedo vivir ni morirme. Encuentro que todo es falso y necio.
La risueña y bondadosa cara de jardinero del señor Lohe se contrajo dolorosamente. He de confesar que esa cara era precisamente una de las cosas que me ponía de mal humor, además, no esperaba realmente ningún consuelo ni de él ni de su ciencia. Sólo quería oírle hablar, para demostrarle luego la impotencia de sus teorías y castigarle por su fe optimista y por su creencia en la felicidad. No tenía intenciones amables ni para con él ni con nadie.
Pero aquel hombre ni era vanidoso ni estaba atrincherado tras de sus dogmas; yo me había equivocado al juzgarle. Me miró a la cara con afecto y con sincero pesar, y después movió melancólicamente la rubia cabeza.
-Querido amigo, usted está enfermo sin duda -dijo convencido-. Acaso su mal sea corporal: ello tendría fácil y pronto arreglo; no tendría usted más que irse al campo, trabajar duramente y abstenerse de comer carne. Pero barrunto que su enfermedad está en otra parte: en el alma.
-¿Cree usted que...?
-Sí.Sufre usted de una enfermedad que desgraciadamente parece haberse puesto de moda entre las personas de alto nivel intelectual. Los médicos, naturalmente, no la conocen. Está en relación con la moral insanity, y podría ser bautizada con los nombres de soledad imaginaria e individualismo. Los libros modernos están llenos de todo eso. Es como una imaginación clandestina que se le mete a uno en la intimidad secreta. Usted cree ser un ser solitario incomprendido, no tener nada que ver con ningún hombre.
-Poco más o menos, así es -admití, sin poder salir de mi asombro.
-Fíjese en esto: un hombre sufre varios desengaños consecutivos y cree por ello que entre él y los demás no existen ya relaciones de ningún género, sino sólo una mala inteligencia. A partir de ese momento es víctima de la roedora enfermedad: se siente en completa soledad, no tiene nada en común con los otros hombres, no puede compartir nada con ellos, ni siquiera puede buscar comprensión. A veces acontece que el enfermo se torna altanero y toma por retrasados mentales a todos los hombres sanos, capaces de entenderse y amarse. Si tal enfermedad se generalizase, la humanidad desaparecería. Pero se la halla casi exclusivamente en la Europa central y sólo en las clases sociales altas. En los jóvenes es curable, y hasta diría que es un mal endémico durante el tiempo de desarrollo juvenil.
Me amostazó un tanto su tono ligeramente irónico y bastante doctoral. Viendo que yo no sonreía ni hablaba en mi propia defensa, volvió a mirarme con expresión bondadosa y doliente.
-Perdóneme -dijo amablemente-, usted padece la enfermedad verdadera, no la caricatura de ella que está tan en boga. Pero tiene remedio. Es pura obsesión creer que no existe ningún puente entre el yo propio y el de los demás o imaginarse que cada cual anda solitario e incomprendido por el mundo. Al contrario: el acervo común de los hombres es mucho mayor y más importante que lo diferencial y lo que cada uno posee aisladamente.
-Es posible -dije-. Pero ¿de qué me sirve saberlo? No soy filósofo, y mi sufrimiento proviene de no poder hallar la verdad. No pretendo convertirme en sabio ni en pensador, sino sólo vivir un poco más contento y en un ambiente menos difícil.
-Entonces, inténtelo. No estudie en libros ni se ocupe en teorías. Debe tener fe en un médico durante todo el tiempo que le dura la enfermedad. ¿Quiere?
-Lo intentaré con la mejor voluntad.
-Así me gusta... Si usted fuese un enfermo de mal corporal y el médico le recetase baños o tal medicina, usted probaría y obedecería, aunque no comprendiese tal vez el porqué del tratamiento. Haga ahora lo mismo. Durante algún tiempo, aprenda a pensar más en los demás que en sí propio, es la única vía que conduce al restablecimiento.
-¿Y cómo es posible, si todos piensan ante todo en sí mismos?
-Esa idea debe usted superarla. Es menester que llegue a cierta indiferencia en lo que respecta a su propio bienestar, es menester que piense que ya no le importa su propio bienestar. El único medio para ello es aprender a querer a una persona de tal manera que el bienestar de ésta le sea a usted más caro que el suyo propio. No quiero decir con esto que haya de enamorarse, sino más bien lo contrario...
-Comprendo. ¿Y con quién debe uno probar...?
-Empiece con las personas que están más cerca de usted, amigos, parientes. Por ejemplo, su madre: ha perdido mucho, está sola, necesita consuelo. ¡Cuide de ella, defiéndala, trate de significar algo para ella!
-No nos entendemos muy bien mi madre y yo... Va a ser muy difícil eso.
-Hay que poner en la cosa suficiente dosis de buena voluntad: si no, no conseguirá nada, por supuesto. ¡La eterna cantinela: no entenderse! ¿Por qué supone usted que Fulano o Mengano no le comprenden? ¿Por qué supone que son injustos con usted? Debería usted comenzar, ante todo, por comprenderles a ellos, ser justo con ellos, darles alguna alegría. ¡Hágalo, empezando por su madre! Repítase a sí mismo: Y ya que ha perdido usted el amor por su propia vida, no tenga compasión de sí mismo; al contrario, impóngase una carga y renuncie a su propia comodidad.
-Tiene usted razón; lo intentaré. Ya que me es indiferente hacer una cosa u otra, ¿por qué no seguir su consejo?
Con emoción y sorpresa estaba yo comprobando que aquel consejo coincidía con la norma de sabiduría vital que mi padre me había dado el día de nuestro último diálogo: vivir para los demás, no tomarse en serio a sí mismo. Esta doctrina era contraria a mi sentir inmediato; además, tenía un cierto tufillo a catequesis y a lección para confirmandos, a quienes yo, creyéndome más sano, miraba con desdén y hastío. Pero, a fin de cuentas, en mi caso, no se trataba de opiniones ni de especulaciones teóricas sobre determinada concepción del mundo y de la vida, sino de hallar un medio enteramente práctico para que un vivir difícil se me convirtiese en llevadero. Era, pues, necesario probar."
Herman Hesse, Gertrudis
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