I
Mientras lo seguía lograba fundirse en su sombra, absorber las huellas de sus pasos. El detective sigilosamente se zafaba de ser captado por su víctima, la cual dejaba retazos de su persona a la par que se movía. Este seguimiento no era el absurdo juego de las películas, no se ejecutaba fielmente como lo he descrito sino que era una tarea encomendada por sí mismo y que habría de llegar a su fin quién sabe cuándo. Realmente había obtenido diversas piezas de aquel puzzle ajeno, aunque aun desconocía cómo lograría encajarlas y si habría que prescindir de alguna de ellas. Parecía que tras haber analizado ya a trescientas sesenta y seis personas a lo largo de su vida detectivesca (algunas por mera curiosidad, el resto por profesión) podía vislumbrar ciertos patrones en cuanto a comportamientos, aunque siempre había algo que se le escapaba. Las predicciones sólo se convertían en sólidas teorías cuando acumulaba información relevante y normalmente sin estos datos fallaba inexorablemente. Las personas eran predecibles, por lo general, pero su nulo talento le impedía verlo. Al menos, lo único que le quedaba claro es que mentían, y mucho. Las razones eran múltiples, además.. ¿quién sería capaz de sostenerse a base de verdades? Quizá acertaría con su nuevo 'encargo', le pedían que investigase si realmente iba a clases de canto los martes y jueves, cosa absurda., dado que sí lo hacía, pero le pedían, además, saber qué hacía después de eso. Aunque él se empeñaría en obtener la máxima información... sus sospechas iban formando un castillo de acero o eso creía... cuando entraba a las clases tardaba más tiempo del debido en salir, suponiendo que fuesen de ocho a nueve de la noche. Lo más extraño fue que a medida que pasaron las semanas... tardaba más tiempo en salir hasta llegar un imprevisible día en el cual no apareció por la puerta de salida. Esperó hasta las diez, once... Y le impacientaba el retraso tanto que acabó quedándose dormido con los puños apretados.
Ella lo sabía, la seguían y la investigaban. Bajo la bóveda celeste y sobre la superficie no había escapatoria, por todo recoveco y suspiro la amenaza latente de una mirada escrutando sus actos. Tras terminar la clase, se introdujo en el cuarto purpúreo para elevarse a la tarde helada y perpetua y jactarse del silencio petulante y a veces hostil del lugar. Unos cuantos tenían acceso a él, habiendo pasado las pruebas secretas que se realizaban desde la distancia a aquellos que podrían comprender aquel lugar y no estallar en un arrebato de impotencia. Se definía básicamente como otra especie de dimensión, el color era púrpura, aunque los ojos humanos solían apreciar diferentes matices y todo aquel que lo conocía era incapaz de coincidir con otro en el reconocimiento de un cariz preciso. Imperaba el Silencio Impoluto y los cuerpos tenían la extraña tendencia de levitar, ineptos para flotar realmente sobre las frías ráfagas de omisiones auditivas. Ella se encontraba en esa tarde eterna, en medio de la noche de su existencia humana, suponía que el detective estaría exasperado, sería gracioso ver su cara en aquel momento aunque ella tuviese una cláusula en los párpados. En el medio estado de adormecimiento y plena conciencia, reflexionaba, se enredaba, aullaba, no había rincón donde apoyarse, ni paredes ni esquinas, ¡ni siquiera un suelo! La ausencia de barreras le provocaba una inverosímil sensación de asfixia. Era demasiado por abarcar, un océano oscuro e intrigante, capaz de ahogarla hasta las profundidades... si se acercaba una tormenta. Tan sólo llevaba tres noches seguidas visitándolo y viendo colores proyectados -todos ellos creados por cada una de sus divagaciones- que dibujaban formas mientras se amalgaban. Cuando en su cabeza cesaba la música las imágenes frente a su iris se atenuaban y se sumergía en una especie de bucle de oscuridad. Vagamente atractiva, todo era lícito en una ausencia de luz. Sin duda, el momento la ayudaba a mitigar sus propias preocupaciones. El detective informaría de esto, aunque jamás llegaría tan lejos.
Tí tí tí tí. Alarma. Once y sesenta y seis. ¿Qué? No, once y cincuenta y seis de la noche. Casi las doce y se había quedado dormido. Ya había perdido la noción del tiempo, absorto en sus sueños. La mujer a la que seguía tanto podía haberse ido como no. Espera, su coche seguía ahí, bien, bien. Es decir, dos horas y cincuenta y siete minutos en salir, en el caso de que puntualmente se marchara de su rutinaria clase. Realizó un esfuerzo para garrapatear esa valiosa información en su libreta pequeña de tapa verde, ligeramente roída y amarillenta por el paso de los años y de los ratones (estuvo extraviada en una recóndita zona frecuentada por estas monadas de mamíferos). Con esto bastaría por hoy, material controvertido para su cliente, desde luego. El cansancio le impediría dilucidar finalmente, en el caso de que se aproximara por la puerta, si era ella o no. Había olvidado cómo iba vestida, además, el edificio estaba a oscuras, y a pequeña escala la luz de la farola proyectaba algo de claridad a la zona digna de observación intensa. Así pues, arrancó su coche y se dirigió al cálido y confortable hogar. Camino a casa empezó a imaginar pequeñas historias dentro de la vida de su nueva víctima.
Mientras lo seguía lograba fundirse en su sombra, absorber las huellas de sus pasos. El detective sigilosamente se zafaba de ser captado por su víctima, la cual dejaba retazos de su persona a la par que se movía. Este seguimiento no era el absurdo juego de las películas, no se ejecutaba fielmente como lo he descrito sino que era una tarea encomendada por sí mismo y que habría de llegar a su fin quién sabe cuándo. Realmente había obtenido diversas piezas de aquel puzzle ajeno, aunque aun desconocía cómo lograría encajarlas y si habría que prescindir de alguna de ellas. Parecía que tras haber analizado ya a trescientas sesenta y seis personas a lo largo de su vida detectivesca (algunas por mera curiosidad, el resto por profesión) podía vislumbrar ciertos patrones en cuanto a comportamientos, aunque siempre había algo que se le escapaba. Las predicciones sólo se convertían en sólidas teorías cuando acumulaba información relevante y normalmente sin estos datos fallaba inexorablemente. Las personas eran predecibles, por lo general, pero su nulo talento le impedía verlo. Al menos, lo único que le quedaba claro es que mentían, y mucho. Las razones eran múltiples, además.. ¿quién sería capaz de sostenerse a base de verdades? Quizá acertaría con su nuevo 'encargo', le pedían que investigase si realmente iba a clases de canto los martes y jueves, cosa absurda., dado que sí lo hacía, pero le pedían, además, saber qué hacía después de eso. Aunque él se empeñaría en obtener la máxima información... sus sospechas iban formando un castillo de acero o eso creía... cuando entraba a las clases tardaba más tiempo del debido en salir, suponiendo que fuesen de ocho a nueve de la noche. Lo más extraño fue que a medida que pasaron las semanas... tardaba más tiempo en salir hasta llegar un imprevisible día en el cual no apareció por la puerta de salida. Esperó hasta las diez, once... Y le impacientaba el retraso tanto que acabó quedándose dormido con los puños apretados.
Ella lo sabía, la seguían y la investigaban. Bajo la bóveda celeste y sobre la superficie no había escapatoria, por todo recoveco y suspiro la amenaza latente de una mirada escrutando sus actos. Tras terminar la clase, se introdujo en el cuarto purpúreo para elevarse a la tarde helada y perpetua y jactarse del silencio petulante y a veces hostil del lugar. Unos cuantos tenían acceso a él, habiendo pasado las pruebas secretas que se realizaban desde la distancia a aquellos que podrían comprender aquel lugar y no estallar en un arrebato de impotencia. Se definía básicamente como otra especie de dimensión, el color era púrpura, aunque los ojos humanos solían apreciar diferentes matices y todo aquel que lo conocía era incapaz de coincidir con otro en el reconocimiento de un cariz preciso. Imperaba el Silencio Impoluto y los cuerpos tenían la extraña tendencia de levitar, ineptos para flotar realmente sobre las frías ráfagas de omisiones auditivas. Ella se encontraba en esa tarde eterna, en medio de la noche de su existencia humana, suponía que el detective estaría exasperado, sería gracioso ver su cara en aquel momento aunque ella tuviese una cláusula en los párpados. En el medio estado de adormecimiento y plena conciencia, reflexionaba, se enredaba, aullaba, no había rincón donde apoyarse, ni paredes ni esquinas, ¡ni siquiera un suelo! La ausencia de barreras le provocaba una inverosímil sensación de asfixia. Era demasiado por abarcar, un océano oscuro e intrigante, capaz de ahogarla hasta las profundidades... si se acercaba una tormenta. Tan sólo llevaba tres noches seguidas visitándolo y viendo colores proyectados -todos ellos creados por cada una de sus divagaciones- que dibujaban formas mientras se amalgaban. Cuando en su cabeza cesaba la música las imágenes frente a su iris se atenuaban y se sumergía en una especie de bucle de oscuridad. Vagamente atractiva, todo era lícito en una ausencia de luz. Sin duda, el momento la ayudaba a mitigar sus propias preocupaciones. El detective informaría de esto, aunque jamás llegaría tan lejos.
Tí tí tí tí. Alarma. Once y sesenta y seis. ¿Qué? No, once y cincuenta y seis de la noche. Casi las doce y se había quedado dormido. Ya había perdido la noción del tiempo, absorto en sus sueños. La mujer a la que seguía tanto podía haberse ido como no. Espera, su coche seguía ahí, bien, bien. Es decir, dos horas y cincuenta y siete minutos en salir, en el caso de que puntualmente se marchara de su rutinaria clase. Realizó un esfuerzo para garrapatear esa valiosa información en su libreta pequeña de tapa verde, ligeramente roída y amarillenta por el paso de los años y de los ratones (estuvo extraviada en una recóndita zona frecuentada por estas monadas de mamíferos). Con esto bastaría por hoy, material controvertido para su cliente, desde luego. El cansancio le impediría dilucidar finalmente, en el caso de que se aproximara por la puerta, si era ella o no. Había olvidado cómo iba vestida, además, el edificio estaba a oscuras, y a pequeña escala la luz de la farola proyectaba algo de claridad a la zona digna de observación intensa. Así pues, arrancó su coche y se dirigió al cálido y confortable hogar. Camino a casa empezó a imaginar pequeñas historias dentro de la vida de su nueva víctima.
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