domingo, 15 de abril de 2012

Precisamente, la capacidad de odiar puede ser inversamente proporcional a la capacidad de amar. Imaginar a un ser al cual sólo se pueda adorar, querer o amar, implica que está más cerca de ser un ángel que un humano. Por tanto hay una distancia inexorable que no puede contemplarse pero que está eternamente ahí. Es una adoración idealista, que se sale de la órbita del mundo terrestre, que roza lo poético, y provoca, así mismo, que esa distancia sea cada vez más abismal. Y esto nos mueve lentamente hacia la belleza. La belleza de lo irreal. 
Del mismo modo, si a ese ser le añadimos una chispa de odio, capaz de arder en cualquier instante, nos introducimos en las tinieblas de la moralidad y, no obstante, estamos más próximos a otra clase de contemplación, una en la cual deseamos arder con una intensidad similar o apagar esa chispa, por alguna extraña benevolencia que nos es dada, implicando así una situación irrevocable: la belleza de lo real.


Al igual que el resto de las dichas, es sólo una palabra, merece la duda de poder ser sustituida -o no- por otra.

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