Cómo aborrecía el aire pegajoso del verano y que se le pegase a la camisa y a los pantalones, casi asfixiando su cuerpo. Venía de salir de la calle, de ir a visitar a su viejo amigo Sergei e ir a comprar un pan con resquicios de grasa y otros condimentos. Ahora que había llegado a la cocina y depositado el pan en la mesa, se fue a su cuarto y de pronto vio su mesa oscilando en el aire. Casi estaba como invitándolo a hundir o estampar su cabeza contra ella, a la propia altura del cuello, el color habitual de la mesa era marrón como la madera de pino y ahora se había ennegrecido. La mesa seguía oscilando y dando vueltas a su alrededor, como la cama y la silla, también el espejo. Los objetos se movían, él continuaba en reposo, extasiándose ante aquella prometedora visión. Era una realidad poco convincente y eso le agradaba aún más, cuanto más ajeno a la verdad estuviese, mejor, le gustaba que todo se moviese a su alrededor, desafiando las leyes de la gravedad. Sabía que esa mesa desde el principio había tenido esa tonalidad oscura y que subía y bajaba perpetuamente aunque sus ojos se empeñasen en verla siempre quieta. Se fue a su ropero, a cambiarse de ropa, pero el calor y las vueltas de aquellos objetos le habían producido naúsea. Se fue al cuarto contiguo, a intentar repeler aquella embriagadora y sofocante visión, pero se repetía la escena. Tuvo que optar por cerrar los ojos, indeciso, para desquitarse el miedo que empezaba a acometerle y se desvistió súbitamente. Arrojó las ropas al suelo y se tambaleó -no tanto como la estantería, que parecía querérsele caer encima- hasta la cocina. Tomó un vaso de agua y las pastillas que se encontraban sobre la repisa. Le entró una terrible somnolencia, el techo giraba, formaba espirales, vislumbraba una forma, un... un...
Cayó al suelo, con los párpados apretados.
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