jueves, 24 de junio de 2010

Relato

I
Me arroja y aparta con su mirada, con sus ojos débiles, superfluos y ciegos. Siempre intenté convencerla para que se pusiese algo sobre ellos, unas lentes, por ejemplo, de esas que se anunciaban en la televisión, y así podría lograr atisbar alguna diferenciación de matices. Pero bueno, el amago fue banal y un completo fracaso: jamás conseguí convencerla para nada, ningún asunto. Entonces, decidí que la tendencia sería hacerla reaccionar, que se disparase una mecha y comenzara una carrera sin freno. Bien, una idea pasó por mi mente: coger cosas y esconderlas. Desde luego, no serían cosas relevantes, sino más bien objetos con fútiles aplicaciones, por ejemplo, uno de esos zapatos o vestidos que jamás se pondría. Apenas se percataría de su ausencia, tras largo tiempo y vanos intentos de encontrarlos, terminaría por aceptar que eso no había sido nunca suyo. Ni siquiera se acordaría de esas cosas, seguramente no. Pues bien, cogí un vestido azul y lo arrimé en un cajón de mi ropero. Al día siguiente, cuando ya se había ido a trabajar, le arrebaté tres pares de zapatos y los escondí bajo mi cama. Creo que no eran buenos lugares para ocultarlos, pero con la misma creo que también eran los mejores. ¿Cómo se le iba a pasar por la cabeza visitar mi cuarto? ¿Cuánto tiempo estaba fuera de casa, trabajando? ¿Cuánto tiempo permanecía fuera haciendo no sé qué cosas ni con quién? Al fin y al cabo nos veríamos poco. Con tantas ocupaciones creo que rozaba lo ridículo el robo. Por suerte, semanas posteriores, terminó por darse cuenta y se dirigió a mí:
- Ey. ¿Tú sabes dónde se encuentra mi vestido azul turquesa, ese que me puse para la boda de Roberto hace tres años?
- ¿Ese? ¿No se supone que lo tiraste a la basura días después de la boda, cuando la novia de Roberto te tiró encima un trozo de tarta? Creía que no lo querías volver a ver.
- No... Creo que al final me lo quedé. Esa fue una idea loca y de arrebato que se me pasó por la cabeza cuando me enfadé con esa mujer.
- Ya, supongo. Pues no lo sé, indaga en tu armario, debe de estar ahí.
- Sí... lo llevo buscando un buen rato y nada. Quizá lleves razón, debí haberlo tirado... En fin, cogeré otro.
- Bien.
Se puso el otro vestido y se largó, bueno, mejor para mí. La casa rezumaba soledad con su ida y me puse a tocar el violín imaginando su reacción cuando le quedasen aun menos vestidos. De los zapatos no dijo nada -para salir siempre se ponía los mismos y esos no se los quitaría-. A la madrugada llegó y se tiró en el sofá, estaba tan agotada que apenas se quitó los zapatos. Rápidamente durmió.

II

Nos despertó al unísono un golpe seco. Creímos que fue el vecino que vivía al  lado, quizá en un instinto de rabia, a saber. Era un hombre decrépito, sobre los cincuenta, que vivía solo y se dedicaba a contar el número de personas que pasaba por la calle, desparramado en la silla de su balcón. Sin embargo, erramos (¡una vez más!): el ruido provenía de nuestro propio hogar. Concretamente de nuestra puerta, alguien nos reclamaba, pretendía llamar nuestra atención y comunicarse con nosotras cuanto antes. Así pues con mi rostro somnoliento me dirigí a abrir. Me paré abruptamente en las inmediaciones del pasillo, me peiné ligeramente con la mano derecha, respiré a grandes bocanadas y con cierta brevedad en los lapsos finales retorné el camino hacia la puerta y abrí.
- Perdone. ¿Es usted la señora Gindos?
- No... Ella vive aquí. ¿Por qué pregunta por ella?
- Pues es un asunto privado. ¿Usted es su familiar?
- Así es. Y ahora mismo está durmiendo, odia las visitas inesperadas.
- Bueno, entonces hablaremos con usted y esperamos que se lo comunique con la mayor brevedad posible. ¿De acuerdo?
- Por supuesto. Empiece pues. No tengo todo el día.
- Bien. Vea esto que tengo aquí, es un vestido azul y hemos descubierto que le pertenece a la señora Gindos.
- Pe.. pero.... ¿cómo? Es imposible, si estaba....
-Ese vestido ha estado deambulando por toda la calle principal, ocasionando pequeños incidentes con los transeúntes. En vista de que no desaparecía el vestido hemos decidido cogerlo y tirarlo a la basura, pero al percatarnos de la alta calidad del vestido, supusimos que su dueña querría conservarlo.
- Qué extraño. Muchas gracias señores. Ya pueden irse.
- No. Necesitamos hablar con la dueña del vestido.
- ¿Para qué?
- Obviamente para devolvérselo.
- Creo que es absurdo... ya no merece la pena. Está en un estado lamentable, de verdad, esto es completamente ridículo.
- De acuerdo. Entonces vendremos en otro momento para hablar con ella a solas.
- No.... - Cesó de hablar abruptamente ante la inminente marcha de los agentes.
Bueno, sería mejor así, no sabría cuándo volverían pero al fin y al cabo poco le importaba. ¿No era así?

III

- ¿Así qué los has echado de aquí? ¿Sabes cuánto me costó conseguir ese vestido y el abismal aprecio que le tengo? A saber cuándo volverán con el vestido, se lo han llevado...
- Lo siento, madre. No era el momento apropiado para... despertarte.. creo que...
- ¿Crees qué? Estoy cansada, estoy harta de tu ineptitud, no sabes hacer absolutamente nada. Ni estudiar ni trabajar ni siquiera ayudar a tu pobre madre, tan sólo te dedicas a tocar el violín todo el rato. Y... ¿quién te mantiene?
- Tú, mamá, perdona. Me voy a coger algo de fresco... Hasta luego.
Le impedí volver a dirigirme alguna palabra pues casi corrí hacia la puerta cogiendo ávidamente el bolso y la chaqueta. Sí, tenía razón en todo lo que decía. Fue una idea estúpida robarle todas aquellas cosas, pero no me explicaba cómo ese vestido se había inopinadamente transportado a otro lugar, a la calle misma, quizá en un instante de desinhibición lo habría acercado al borde de la ventana y había caído. Quizá. Era lo más probable. Empecé a deambular... y vislumbré tantos rostros teñidos de terror, tantos párpados hinchados y comencé a preguntarme qué era de sus vidas. ¿Realmente eran tan decrépitas y estaban rodeadas por un aura de tedio? Por qué la melancolía se ceñía a sus caras fue una pregunta de la que no obtuve respuesta, no obstante, la inocente y usual alegría y desparpajo de los niños me sorprendía. Llegué incluso hasta a preguntarle a uno de ellos "¿por qué estás tan feliz?", cuando un padre estuvo momentáneamente ausente y lejos del alcance de la voz del niño, no de sus gritos en caso de que sucediese algo desagradable. El dulce e impulsivo niño me respondió con una voz cortante y a la vez angelical: "No lo sé". Y se quedó su rostro dubitativo en mis pupilas mientras me iba hacia otro lugar a divagar o a hacer algo mejor que no hacer nada. Tenía que asentarme en la realidad, realidad, parar de una vez las incisivas elucubraciones que me cubrían a cada instante. Ya era hora de acabar con las farsas, de poner los pies en la tierra. Devolvería todo a mi madre, le diría la verdad, buscaría su vestido y, por fin, buscaría un lugar donde trabajar. Sí, la irrealidad me consumía, la adoraba, el arte, los museos, ver los cuadros durante horas a solas o con compañía, y la música, la música era mi vida, pero ya había intentado banalmente vivir de ella sin resultados palpables. Así pues, había de retornar a casa.

IV

- Hola, ha sido culpa mía, todo lo que ha desaparecido te lo he quitado yo. Tu vestido azul incluido... ¿Hola?
Nadie me respondía, hablé como una autómata sin percatarme de que la casa estaba vacía y de que el propio vestido estaba sobre la cama de mi madre. ¿A dónde habría ido? Qué despiste, había dejado las ventanas abiertas y el cielo se comenzaba a nublar... Me fui a buscar todas las cosas que le había robado tan puerilmente y me percaté de que ya no estaban; habían desaparecido y ella se las había llevado, las había descubierto y yo no estaba ahí para explicarle mis razones.. Pero, ¿qué razones había? Prf. Qué súbita somnolencia me venía cuando me paraba a indagar los motivos inexistentes. ¿Qué me pasa? En claro no sacaría nada, así que seguí investigando por toda la vivienda el rastro materno.  Su ropero estaba semivacío, parecía como si el cuarto entero estuviese medio lleno, le faltaban algos. Ahora no me percataba de qué y sin más y sin palabras amalgadas en excusas la llamé. Se oyó su contestador y su voz: "Ahora mismo no me encuentro disponible, si eres tú, hija, la que llama, que sepas que estaré un tiempo fuera de casa, ya hablaremos cuando vuelva, besos."
- Bien, ¿y qué hago yo ahora?
Cerré las ventanas y las cortinas de modo que no entrara ni un ápice de luz ni de aire para insonorizar en la medida de lo posible todo aquello. Pensé en encender la televisión, en leer un libro, pero lo mejor que se me ocurrió fue coger el violín y ponerme a tocar. En fin, no sabía hacer nada mucho mejor que aquello. Ya hablaremos, ya.


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