Por un segundo estoy temblando de pavor mientras veo camimando a dos señoras de la tercera edad. Mi miedo a que el ser prorrumpa en exabruptos indescifrables aumenta.
Me dice algo, ¿lo escucho?
Le digo algo, ¿me escucha?
Qué terror tan impalpable, tan insoportable, qué eterna naúsea sin llegar a vomitar nada. Sin ni siquiera escupir un ápice de ácido. Por favor, ¡qué terrible lástima me da! ¡Ese ser solitario! ¡Por favor! Cambia ya, vive, muévete, abre los párpados. Oh, vamos. ¿Por qué no atentas contra el desasosiego? ¡Por favor! Vuelve. No, no, ¡no!.
Incómodamente atractivo, como un diálogo de Céline...
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