viernes, 5 de febrero de 2010

Reflexiones

Gusta e irrita llorar. A la vez que es una necesidad, es adversidad, impedimento que imposibilita el desarrollo de otra acción. Que paraliza tanto el fluido de ideas, como de movimientos. Algo que provoca esporádicas reacciones, bastantes variopintas según el sujeto al que le suceda y el motivo por el cual se lamente. Muchas veces, se cargan de irracionalidad los acontecimientos, los sentimientos contribuyen a esto, de hecho, son sus principales causantes. Pero, ¿qué es sino pura subjetividad el ser humano? Acaso creerán que se pueda visualizar -algunos- relativa objetividad en hechos relevantes para explicar las consecuencias que deriven de los mismos, y aparentemente es una herramienta imprescindible. ¿Es tan difícil reconocer que somos volubles, manipulables ante las adversidades? Sinceramente, no podrá saberse, pero el pretender andar por la vida estando fabricado de férreo y consistente material no es más que puro artificio, hipocresía ante la cual nos postramos con tal de evitar otros males. Es decir, las influencias externas ejercidas con consentimiento o sin él, resultan ineludibles. No podríamos decir, desde luego, que el ser humano no es el conjunto de pensamientos de otros, que a su vez, estuvieron influenciados, y así seguiría una cadena interminable. Entonces, ¿qué queda de yo propiamente dicho? Hay algo intrínsecamente nuestro, o somos simplemente hijos de las circunstancias vagando de uno a otro pensamiento sin saber en cuál establecernos. Quizá, quepa lugar para un micro-yo, donde la invención, una distinción leve y palpable frente a otros nos eleve a seres únicos e irrepetibles. Sin embargo, ya han habido demasiados seres irrepetibles y también desconocidos. Vayamos a ver, pues, cuál es nuestro emblema, que seguro que no se repetirá, pero pasará -como todo- a ser nada.