martes, 26 de enero de 2010

Ser

No puedo soportar el peso de la insoportable levedad de mi ser. Soy demasiado débil, por mucho empeño que exponga. Me temo que los apocalipsis no existen, también que las tragedias no se dejan de suceder. Y hasta nacen múltiples y diversas sin motivos consistentes, sino fluidos, derretidos en una amalgama de amarguras. Creación, ínfulas y quimeras que apenas visualizamos correspondientemente. Los hechos son manipulados otra vez mientras queremos y anhelamos creer en algo, sin embargo, nos damos cuenta de que no se puede permanecer inalterable ante tales vaivenes de elucubraciones religiosas. Nos percatamos de que la levedad del tiempo no deja de ser imaginación, dado a luz por humanos, de que el sentido que queramos darle no lo tiene realmente. Nos debe dejar de procupar las lisonjeras y fútiles huellas en el almizcle del viento.

Repito y entono las cadencias de la muerte, del desempolvado reloj de siglos veinte, pavor al terror. Pareciera que a una le gusta repetirse eternamente en el vértigo, cayendo a kilómetros de fondo, sin saber qué hacer durante el transcurso. Simular lágrimas sin incipientes lamentaciones, cavilando en nimiedades y comparaciones sin razonamientos, es por ello, que me doy pánico, un miedo terrible a mí misma. Mis reverberaciones pesimistas adueñadas de optimismo, y elucidaciones que declaran como la mejor opción definitiva el nihilismo. Y es que, he de decidir y decir que las reflexiones son un juego de niños en el cual nunca gano ni pierdo, ni siquiera rellena un mínimo de diversión, es más, tortura, aburre, condensa, tensiona la situación. Es hora de pasar página, pues, como sé, ya me la he leído cientos de veces hasta comprender el último punto.

domingo, 17 de enero de 2010

Lluvia

Un suspiro me lleva aullando durante todo el paseo. La luna, sin embargo, sigue tan lúcidamente brillante y el cielo tan penetrante como siempre. Siento que tras los escuetos treinta minutos que llevo fuera de casa alguien me está siguiendo, desde el exacto instante en el que se cerró la puerta. Y sigue el agonizante rumor vibrando en los tímpanos, giro a derecha e izquierda, instintivamente la cabeza, y nada. No he logrado aún vislumbrar a ese espectro que persigue mi sombre opaca. Sin embargo, si me fijo bien, puedo escuchar el sonido de truenos a lo lejos, y más aún una melodía. Sin que transcurriese una elucubración previamente, me he acercado a la casa en cuestión. En su dicha ventana -la cual está abierta, tremenda suerte- puedo distinguir a duras penas el reflejo de un rostro y unos brazos acompasados discurriendo por un piano. Dejemos las descripciones para otras vicisitudes, cierro los ojos y me inmerso en un jeroglífico de música. Únicamente aprecio inmersa la sublime, estelar, melodía; a la par que se me resquebrajan los dientes. Y prosigue el rumor a mis oídos, aunque sé bastante bien erradicarlo, ella, sabe cómo hacerlo, eminente melodía. Se me acerca, mientras tiemblo convulsamente, no sé si a causa del cielo o la música estelar, el espectro. Parece ser que me quiere a mí de alguna u otra forma, y no sé por qué. Ya podría haber ido a buscar a un ejemplar humano mejor cualificado, uno que no tuviese mis irregularidades e impulsos sentimentales. Sin embargo, decidió escogerme a mí, mientras no dejaba de preguntarme ¿por qué yo? constantemente, me sugerió:
- Aléjate de aquí.
Realmente, bastante conmovedor y gracioso. Unos minutos de descanso de agonía, y el espectro que -cuán equivocada estaba- no daba ni un resoplido de miedo (tenía un aspecto muy peculiar), pretende que esta común paseadora se alejase de tan buen destino. No podía por más que hincharme a carcajadas, que expulsaba directamente a su figura. Decidí dejar de burlarme de sus palabras y darle una pronta salida para seguir adulando la melodía:
- Tu idea es tan simple que me resulta absurda. Y lo absurdo no puede ser más que una nimiedad indispensable de eludir.
A lo que este respondió con una sacudida y se largó, indispuesto a alargar una conversación en vano. Bien, se había acabado el subrepticio murmullo y ya podía disfrutar del caótico e ininterrumpido martilleo convertido en música. Mis ojos retornaron a una mayor oscuridad de la ya existente y proseguía el tembleque corporal, ahora entremezclado con exhalaciones nerviosas. No entendía por qué me había seguido y se había presentado justo en ese momento y no antes, por qué me había dicho esas palabras ni tampoco por qué se había rendido con tan sólo un puñado de acusantes oraciones. No cesaba de pensar en aquel cómico fantasma, evocando también una imagen tétrica del acto, y olvidando por completo el motivo que me había llevado hasta ahí. Me estaba percatando, con platos como ojos, de que la oscuridad se había cebado con todo el entorno que me rodeaba, ni reflejos de un rostro, una ventana ni un movimiento veía ya, pues -por fin, me solía gustar creer- la noche estaba completamente nublada, suponía. Y añoraba la presencia del susurro, y no de la melodía, que se estaba precipitando hacia un final impredecible. De repente, tenía miedo, en todos mis paseos nocturnos, siempre sabía cómo regresar aunque no portase ningún distintivo que favoreciese mi localización ni la comunicación, no obstante, esta ocasión fue inopinadamente distinta a las anteriores. Era la primera vez que me afligía con tal terror el miedo, y los temblores se habían transformado en huracanes de autocompasión. Tomé, entonces, la decisión del retorno al hogar, claro que ante la oscuridad no tenía escapatoria, así pues, inicié el camino. La luna reapareció afortunadamente,mientras estaba vagando por la especie de bosquejo adyacente al edificio. Tras eternos instantes, tropecé con un objeto afilado y pulido, no obstante, pequeño y cómodo de esquivar, aunque me provocó ciertos rasguños e hilillos de sangre. Aumentaba mi desesperación, pues volvía a ensombrecerse, y pasé de trotar a correr como galgo, en medio de la inminente tormenta. Sabía en qué momentos debía dirigirme hacia cada recoveco, terminé derivando en un lugar recóndito ajeno a mi memoria. Temía porque se me saliesen de pronto las entrañas, pues el pulso se me aceleraba a pasos de gigante, cuando decidí frenar abruptamente el movimiento. No me había percatado antes de que los pies estaban congelados ni tampoco de que aquellas magulladuras había ido a formar parte del decorado de mis vestimentas. Estaba inmensamente agotada, no podía con el alma, por ello, me tumbé en la cama verde, levemente humedecida, y vislumbrando perpleja los viajes de los algodones en la noche. Parecía que estaban a punto de reventar, las espesas gotas resbalaron hasta el subsuelo, discurriendo velozmente por todos los lares. Estaba bebiendo agua del cielo, empapándome por completo, erradicando todo ápice de sudor, y podía haber llorado ahí sin que nadie se diese cuenta, podía haber gritado, y el redoble hubiera evitado su escucha. Ese incesante, monótono y fascinante retumbar lo hubiese borrado todo, incluso que, el espectro, seguía a mi lado.

domingo, 10 de enero de 2010

Mar

Marea, cómo cambias. Amanece otro día y sosiegamente destierras la vidriosa espuma de tu lado. Y transcurre uno y uno y uno, nuevo, nuevo, siempre nuevo, eternamente, con diferencia al anterior. No fluye el mismo agua dos veces por el mismo río. Azul que has desaparecido, tu fútil llama perdura avisándome de la metamorfosis, que pareciese que ahuyente, sí, culpable única, sí misma. Cambia, cámbialo, pronto, ya. Sin más trascendencias, tengo propósitos, en los que los incluyo y a la vez los excluyo. Necesito intimidad para una cosa y no para la otra. Me amoldearé a tus conveniencias si así lo deseas, te narraré los sucesos y si te desgastan mis ideas, lo siento. Clausúrame y prohíbeme las palabras. Aléjame sinceramente de tu lado. O aprisióname. Porque diré, que mucho más fuerte de lo que pudiese aparentar soy, sí, así es. Qué miedo. Que tengo mucho, tanto, por delante, que lo voy a lograr, abarcaré todo lo posible. Sí, esperemos que sí.