sábado, 10 de abril de 2010

Divagaciones

Es curioso que cuando se reproduce una y otra vez la misma situación, se acabe derivando en extremos. Si bien se puede llegar a aborrecer dicha repetición, o no, puede inclusive amarse, anhelar perpetuamente en el pensamiento, cuando, empero, una vez que se está produciendo el deseo se esfuma por los aires y se va muy lejos, a expandirse, como el gas. El porqué de odiar dicha cadencia es irresoluble, pues en lo más recóndito se ha de reconocer que ese aborrecimiento tiene un origen, que tendemos a acallarlo y erradicarlo de nuestra mente. Tanto es que no podemos soportar esa monotonía, que se nos resquebrajan los dientes y las entrañas cuando retorna su zumbido en nuestro oídos, pero nos extrañamos en el momento en que se esfuma, sentimos un alivio inexplicable. Hemos de insertarle a la repetición un sentimiento, una percepción, parece que irremediablemente tendemos a alterar los sucesos para comprenderlos, cuando no hay nada que entender. El tiempo transcurre y no lo hace de modo positivo ni negativo: sucede.

lunes, 5 de abril de 2010

.

Se entremezclaban los ácidos corrosivos de las palabras con el plomo del silencio. Temía la súbita muerte de las voces, la decadencia del cuerpo, esa debilidad que palpitaba tras cada poro de la piel. Que inexorablemente le hacía caer, entre abismos. Se expandía la reverberancia, e intentaba, sin éxito, traducir esos comentarios a una idea, un significado, por nimio que fuese. Y nada, no confesaban absolutamente nada. Empero, eludía la responsabilidad que se le reclamaba, de algún modo u otro, taciturno, tendría que responder. Debía convertir eso a algo, racional y con bases impertérritas, pero no podía. La cabeza se removía y tenía instintos de oscilar de un lado a otro, a modo de negativa, para rechazar por fin la conversación, que siempre derivaba en irrelevantes asuntos.
Pero, el terror al silencio incómodo superaba cualquier barrera, habría que mantener una palabra, un atisbo, una chispa. Se miraban atónitos, frente a frente, escrutándose recíprocamente las pupilas, y tergiversando la realidad, inventando pasadizos a la imaginación. La tersura de los rostros y los repliegues de las mentiras jugaban una batalla infernal, en la que se disputaba el cénit del momento. Inopinadamente, sucumbió el silencio, la batalla estaba perdida. Era hora de marchar.