lunes, 5 de abril de 2010

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Se entremezclaban los ácidos corrosivos de las palabras con el plomo del silencio. Temía la súbita muerte de las voces, la decadencia del cuerpo, esa debilidad que palpitaba tras cada poro de la piel. Que inexorablemente le hacía caer, entre abismos. Se expandía la reverberancia, e intentaba, sin éxito, traducir esos comentarios a una idea, un significado, por nimio que fuese. Y nada, no confesaban absolutamente nada. Empero, eludía la responsabilidad que se le reclamaba, de algún modo u otro, taciturno, tendría que responder. Debía convertir eso a algo, racional y con bases impertérritas, pero no podía. La cabeza se removía y tenía instintos de oscilar de un lado a otro, a modo de negativa, para rechazar por fin la conversación, que siempre derivaba en irrelevantes asuntos.
Pero, el terror al silencio incómodo superaba cualquier barrera, habría que mantener una palabra, un atisbo, una chispa. Se miraban atónitos, frente a frente, escrutándose recíprocamente las pupilas, y tergiversando la realidad, inventando pasadizos a la imaginación. La tersura de los rostros y los repliegues de las mentiras jugaban una batalla infernal, en la que se disputaba el cénit del momento. Inopinadamente, sucumbió el silencio, la batalla estaba perdida. Era hora de marchar.

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