domingo, 7 de marzo de 2010

Irrefrenable

Mil y unas veces pedí perdón por haber hecho esa propuesta. Y aún sigo sin arrepentirme. Cuando meses atrás recorría la bahía con mis dos únicos amigos, que habían de alejarse definitivamente de mi vida, me encontraba parcialmente aturdida. Había recibido sucesivas negativas por parte de un sujeto que no se atrevía a dirigirme más de tres palabras seguidas y comenzaba a desgastarse mi paciencia. Sabía que sus intenciones no eran viles, pero me ofendían profundamente. Queríamos hablar y tener una comunicación menos ahogada, sin embargo esa cohibición y razones ocultas lo impedían.
Así pues, reflexionaba sobre esto y los deprimentes acontecimientos mientras veía a los perros ladrar y a mis amigos moviendo la boca y gesticulando vigorosamente. Me entrometí en su acalorada discusión y logré interrumpirla para decir una habitual incongruencia. '¿Por qué no nos metemos en el agua?', dije, y ambos mostraron cara de pavor. Estaba congelada, lo suficiente como para helarte el aliento y el alma, y que las palpitaciones se aceleraran de tal modo para originar algo de calor. El rechazo fue inmediato.
Se intoxicaron mis pensamientos en su rotunda negativa y me vi en la tesitura de tener que hacerlo por mí misma. Necesitaba 'respirar', reducir la ira y represión, debía llenarme hasta los orificios de las orejas de frío. Así despertaría y dilataría mis pasiones en un nimio naufragio. Entonces, con la perplejidad en los rostros vieron como me desnudaba antes los perros, viandantes y el atardecer para zambullirme hasta el fondo. Y el agua estaba mucho peor de lo que imaginaba, además de que tiritaba y me entraban súbitos espasmos, se visualizaba un color translúcido y vestigios de agrios líquidos y desperdicios. Su sabor me repugnaba, mas nadar y bucear hasta el límite eran tentativas superiores. Quizá el encuentro con los peces me chocó, pues buscaba una soledad que no hallaba en la superficie, pero prolongué el viaje a dichas entrañas, admirando el paisaje subacuático hasta que las reservas de oxígeno se vieron amedrentadas.
Subí a la superficie otra vez y me encontré con los rostros aterrorizados de mis nuevos acompañantes. Allí se encontraba la policía, dispuesta a esposarme y arrestarme para declarar en comisaría, mis ropajes habían desaparecido -quizá destrozados por algún perro-. Y uno de mis amigos lloraba precipitadamente, el otro ya no estaba. También había una ambulancia, ¿dónde estaba él?
Me dijeron que había ido a "rescatarme" de las entrañas, pues desconocía y siempre había tenido en mente el peligro que corría cuando me sumergía en el agua, pensaba en mi incapacidad para resistir, temió por mi vida y se dirigió a las aguas minutos después de que yo desapareciese en ellas. Con su miedo exacerbado, nadó y nadó allende la costa, puesto que no me localizaba y, de repente, se vio inmerso en una vorágine. El agua lo arrastró durante eternos minutos sin poder resistir a su exasperante fuerza, hasta que chocó con una zona costera prevista de abominables rocas. Un pescador lo vio, y en vista de que la marea se calmaba, pudo recogerlo. Aún respiraba, pero sufrió daños irreversibles, el impacto de su cuerpo le produjo una parálisis en ambas piernas.
Desde ese día mis únicos amigos dejaron de dirigirme la palabra. No nos volvimos a ver. No sé si se mudaron, pero no conseguí seguirles el rastro. Sólo sé que aquella locura por desencadenar pasiones reprimidas era irrevocable, que eso tenía que ser. El mar era el que me esperaba y ahora estoy frente a él, susurrándole a su brisa que ya voy, ya es hora de un nuevo encuentro.

3 comentarios:

  1. Gracias por comentarme.

    ResponderEliminar
  2. Lo he leído, y sólo puedo darte las gracias por el relato, por compartir la luz y la oscuridad sobre la que descansa tus palabras. Gracias.

    ResponderEliminar
  3. Vaya. Pues qué graciocesco todo esto.
    Gracias a tu comentario he recordado esta historia que algún día deambuló por mi cabeza...

    ResponderEliminar