miércoles, 17 de marzo de 2010

Noche

Hoy tenía ganas de fumar, inhalar el humo hasta que le intoxicase el último ápice del cuerpo. Hasta que cada recoveco se conviertese en una apabullante vía enorme e insulsa, y que el último término de todo se dirigiese a su principio. Ansias de retornar al pasado, tan idolatrado por el recuerdo, recacormido, como pudiese ser el primer amor. Retumbaba en los labios una fúnebre marcha de exabruptos, anhelantes. Esta mañana se había despertado con el aroma de la noche, del silencio. Afortunadamente, esta vez, había logrado dormir algo, aunque fuese una hora. Días antes, el insomnio se había anclado en sus noches, deambulaba irreflenablemente por el entramado de su "hogar". Esta vez, ni siquiera era suyo, si no de uno de aquellos tipos que había conocido a las tantas en un bar. Todo sucedió más lentamente de lo normal. Desde luego, aquel día el hedor del alcohol urdía con saña el ambiente, y apenas distinguía entre luces y oscuridad. Después de todo, venían a significar lo mismo. Y aparecieron aquellos ojos irrevocablemente pardos, que subrepticiamente brillaban por entre la muchedumbre, y jugueteaban con las sombras del lugar. Era una mirada intensa y perpetuamente fija en la entrada, esperando la llegada de alguien que no fuese a borrar sus lamentos con la bebida, alguien con quien poder hablar, que supiese, al menos, algo de música. Llegó entonces ella, buscando un alivio al insomnio y percibir el hálito de vida de los perdedores. Esos ojos se perdieron en su cuerpo, pelo, y sobretodo, rostro, la escrutaban atónitamente. Qué clase de persona sería para caer en ese lugar, cómo se había extraviado su estilo de vida a tal forma. Es más, daba hasta miedo, verla ahí, tan desacorde con el resto de sujetos, sin ganas de relucir de cualquier forma ni llamar la atención gritándole a todos lo patético y monótono de su vida como tantos hacían noche tras noche. El silencio la inundaba. Se sentó en la barra, esperando que él dijese algo, pues la atracción era mutua, pero solamente la observaba perplejo y acongojado. No se dirigieron ni una palabra. Tras llegar a la tercera copa y considerarla como última y suficiente, y confesarse que no había extirpado ni un vestigio de aquel desasosiego nocturno, además de que él no pretendía una comunicación, tomó la decisión de largarse a caminar entre las calles concurridas de la ciudad, rumbo a ninguna parte. Pagó, hizo un gesto de manos, se levantó y dirigió a la puerta, y con sigilo comenzó su trayecto. De repente, oyó unos pasos tras sus huellas dejadas en el asfalto, a lo que respondió parándose en seco y tornando su cuerpo. Era él, de nuevo, y seguía su mirada escrutándole las pupilas y arrancándole cada uno de sus pensamientos. Parecía que cavilaba y divagaba profusamente, sobre qué decir o hacer. Pero ella, no pudo más aguantar la espera, se acercó lisonjeramente al brillo y el pudor de los ávidos ojos. Un círculo cromático se le pasó por la cabeza, hasta derivar en oscuridad, negro, se arrojó a los labios, y él callaba, aclamándole sin palabras aquel contacto. Decidió llevarla a su casa, ambos con copas de más, pero no importaba, se necesitaban, en aquella noche, no había nada más que la decadencia y atracción subsistente. Y, así, sin palabras sucumbieron a sus almas desgarradas, bebiéndose uno la aflicción del otro. De esta forma, pasaron lo que quedaba de madrugada, agarrotados en las sábanas. Ella logró dormir aproximadamente una hora, escueto, pero suficiente. Como siempre, sin avisar, al despertarse, silenciosamente, se dirigió hacia la salida. Abrió la puerta, y prorrumpió en la calle, medio desorientada, rememorando el camino que había tomado para llegar hasta ahí. Entonces, como un rayo aparecieron a grandes trazos las imágenes de anoche, de lo que había hecho, de lo espléndido y absurdo del encuentro. Incluso hasta del pudor, de temblores y del pánico al rechazo. Pánico al rechazo. Lo odiaba. Lo había padecido desde que tenía conciencia de sí misma, antes de establecerse en su entramado de relaciones esporádicas, antes de comenzar a ignorar el resto y mostrar su indiferencia desde lo nimio a lo esencial, e irremediablemente cotidiano. Tan sólo deseaba alejarse, percatarse de que ni siquiera recordaba su nombre ni dirección, ni guardaba en alguna nota mugrienta su número, como hacía escasas veces con aquellas experiencias memorables. No, desconocía absolutamente todo. Y le gustaba ese desconocimiento al respecto, no sabría cuando lo volvería a ver, si es que llegaba a acontecer un reencuentro, ni siquiera si él realmente querría repetir y toleraría una conversación. El desasosiego e intranquilidad deambulaban por sus movimientos mientras divagaba sobre qué haría en una nueva situación con aquel extraño. Por ello, el cigarro se encendía y la ayudaba a cavilar, profusamente, por los lares de la imaginación, por un momento perfecto.

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