jueves, 24 de febrero de 2011

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A nadie le importará, replicaban. La tinta que había quedado, los restos... dibujarían la última historia y la primera en morir. Las cosas giraban, cambiaban abruptamente de sentido. Las sombras se diluían con el acre y duro paso. Las puntas estaban afiladas, preparadas para la Gran Llamada. Las espinas hoy serían clavadas suavemente bajo la piel mientras caerían las incipientes gotas de sangre que con el juego de la gravedad y el movimiento corporal podrían formar unas letras, luego unas palabras. La sentencia, la última y definitiva realidad. ¿Cuándo fue el hoy? ¿Cuándo el mañana? Todos se arrojaron delante de la mente y se entremezclaron. Estaba en el pasado, caminaba delante de los ojos, veía los exactos e infinitos caminos de antaño. ¿Diferencias? Ninguna. Radicalmente el impacto de la exactitud de encontrarse en el mismo lugar, a la misma hora, en la dimensión certera, le hacían diluirse aun más en sus adentros. Otra lúgubre introspección. Y... ¡vaya!... la precisa mirada, la espera. El banal sinsentido estaba sacudiendo el polvo a la roída emoción: las cosas serían más digestibles así, imaginando el impenetrable sentimiento de pureza y el cariz cegador de su aura. Era sencillo confiar en la inexistencia. En el recorrido las yemas de los dedos rozaban la maleza a la vez que atisbaban el recién nacido rojo, el mismo que cegaba sus ojos sin que todavía se hubiese percatado de ello. Seguía a la voz, ni la compasión ni la cobardía fueron útiles. Es hora de no decir adiós.

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