lunes, 7 de marzo de 2011

That Morn

El jardín mostraba a todas y cada una de las semillas que se había sembrado antaño, ahora crecidas y transformadas en un surtido de colores. Cada flor era especial, cada una tenía su magia, su belleza intrínseca. Había una en concreto que escrutaba, absorto, embelesado. Hoy era tu día, blanca, divina. Hoy brillabas más que nunca, te enredabas en torno al aire pausado a tu derredor y mostrabas cada una de tus erigidas espinas. Podía el más osado o la más atrevida haber querido tocarte, penetrar en tu belleza, invadirla, arrebatarte el aliento y con ello rozar las espinas mortales. Mas en tu sombrío lugar, en la más recóndita oscuridad del jardín, no sería apreciada ni vislumbrada por nadie, así pues no recibiría la amenaza de agentes externos ni tampoco surgiría de las entrañas de cualquier mero sujeto la sensación que producía su incandescencia en estos momentos. De esta y no de otra forma se iría, evanescente, la luz que emanaba suavemente de ella al acabar la mañana, la tarde, la noche.. Al desvanecerse en la súbita y definitiva oscuridad. Pero trémulamente vibraba la tierra, se escuchaban en el foráneo crepúsculo unas pisadas. Huellas que se aproximan a la rosa blanca...

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