martes, 15 de mayo de 2012

Comunión

Nos unimos a la multitud y decidimos sentarnos en uno de los últimos bancos del pequeño y asfixiante lugar. Pareciera que todos estábamos reunidos, pero los predicadores comenzaron a dar órdenes. Niños, salid de uno en uno. Y uno por uno los devoré a todos con mis ojos, pero ninguno me devolvió la mirada, todos estaban absolutamente absortos en sí mismos. Maravillosa niñez. Salieron y caminaron en fila, para ello bien les habían domesticado. Luego vino el gran predicador, el emperador del lugar, tan sólo él sabía las palabras que debíamos decir, las que eran válidas para el terreno que su Dios y él imperaban. Qué divertido, qué obstinación. ¡Cómo he amado la absurdidad! Es tan curiosa que no pude hacer otra cosa que echarme a reír. Y a medida que el predicador verbalizaba más incongruencias el eco de mi risa acallaba a los que cuchicheaban sobre lo horrible que era el vestido de la vecina, llegando a un punto de no retorno en el cual mi risa se desvinculó de mi cuerpo para reinar toda aquella atmósfera pastosa. Entonces el predicador calló y clavó los ojos en mi mirada, desconcertado y aterrado a la vez, no sabiendo muy bien cómo echarme del lugar sin ofender a las tiernas y amorosas palabras que acababa de decir. Creyó que con un 'frente a frente' bastaría, pero él desconocía la verdadera naturaleza de mi risa. Ella sola se fue de mí, así que prolongué la mirada con el predicador hasta que se cansó, posponiendo la celebración para cuando el estridente sonido de aquella risa trémula parase. Todos me miraban, mi boca se movía pero la risa no estaba en mis labios. Hablé y dije que no era mía. Volvieron a cuchichear y todos terminaron marchándose uno a uno mientras el eco atentaba contra sus tímpanos desde la distancia.

1 comentario:

  1. Me quedé con tu risa.

    Lo más curiosos, es que nadie dijo nada.

    Saludos

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