lunes, 14 de septiembre de 2009

Droga

Prevenida de rozar levemente a alguien con mis manos, brazos o bolsos (o bolsas, que viene a decir lo mismo) me dispersé entre la multitud en búsqueda de la pieza perdida. Sucia, podrida, en pleno estado de descomposición, pero formaba parte de ciertos recuerdos que no tenía el valor de olvidar. Transcurridas unas horas con cara de loca mirando de pies a cabeza a cualquier individuo que me produjese extrañeza desenfilé hasta un atajo que desembocaba en una estrecha calle. No se podía ver con claridad la velocidad con que las nubes cambiaban de forma, pero distinguía las pintorescas edificaciones que me tenían acorralada. Al principio no lo noté, porque andaba tan profusamente sumida en mis elucubraciones que había ignorado el atrevido silencio de la dichosa callejuela. Es más, el pavimento se hallaba en condiciones deprimentes y a la vera de los edificios había un elevado puñado de sujetos medio borrachos, dormidos y vestidos con probablemente la única ropa que habían tenido durante años. “No los mires”, me susurraba para mis adentros, no obstante, era inevitable. Me preguntaba mientras los observaba qué cosas tan terribles habrían hecho para llegar a ese lamentable estado y qué sería de mí cuando pasaran los años. ¿Me arrepentiría de los errores cometidos en el pasado? ¿O, en cambio, estaría disfrutando como una condenada mientras ellos seguían corrompiéndose a sí mismos? Desde luego, no hallé la respuesta. Continué mi camino y atisbé el cercano sonido de una guitarra. Un tipo con cigarro y pintas de haberse drogado la tocaba descalabradamente bien y con un indómito virtuosismo. Me acerqué y me senté a su lado, midiendo las posibles consecuencias. “¿Quieres?”, me insinuó ofreciéndome un cigarrillo y fuego. No dije que no, ni tampoco acepté, sólo hice un ligero movimiento de cabeza que él interpretó como un sí. Dejé volar mis sueños mientras inhalaba el humo y la música recorría mis venas.

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